sábado, 17 de noviembre de 2012

SOR PATROCINIO DE LAS LLAGAS

Sor Patrocinio fue un personaje anacrónico en una España, la del siglo XIX, abierta a convulsos cambios. Consejera espiritual de Isabel II y su marido Francisco de Asís, provocaría un auténtico vendaval político en su tiempo cuando afirmó padecer en su cuerpo los estigmas de Cristo. Aquel y otros hechos “prodigiosos” desembocaron en un proceso judicial que hizo historia y que fue impulsado por el político Salustiano Olózaga, receloso con la religiosa. Por: Óscar Herradón
María Josefa de los Dolores Anastasia, más conocida como Sor Patrocinio o La Monja de las Llagas, sería uno de los personajes más singulares, paradójicos y atractivos de la convulsa España del siglo XIX, un país abierto al cambio y a las libertades que no obstante se enfrentaba al viejo orden, aquel marcado por la superstición, la devoción extrema y los añejos y entonces intocables valores del pasado. Nuestra protagonista, que viviría ochenta años y conocería algunos de los episodios más importantes del diecinueve de primera mano, varios reinados y un par de guerras, sufriría en su propia carne las consecuencias de esa profunda división espiritual y política del país.

Vino al mundo –un mundo que para ella sería de marcada austeridad y no poco sufrimiento– un 27 de abril de 1811 cerca de la Venta del Pinar ( en el mal nombrado “Pinar del Estado” cuando se debería llamar EL PINAR DE SOR PATROCINIO), en San Clemente (Cuenca) y su mismo nacimiento ya estuvo rodeado de hechos “prodigiosos”, pues como señala el historiador Pedro Voltes, para intentar comprender a esta singular mujer hay que recurrir en ocasiones a los supuestos prodigios y hechos sobrenaturales que rodearon su devenir vital desde el principio hasta el fin y que serían ensalzados en las numerosas hagiografías que se escribieron sobre ella y servirían a sus muchos detractores para ridiculizarla y mostrarla ante el mundo como una farsante.

Demos rienda suelta a la imaginación para hablar sobre su llegada a esta tierra de penurias. Cuentan las historias prodigiosas sobre su vida que debido a que en plena Guerra de la Independencia los franceses iban y venían por los páramos manchegos en busca de españoles que ajusticiar, Dolores Cacopardo del Castillo, acompañada de un sirviente, se adentró en el campo huyendo de las huestes galas y allí, bajo las estrellas, dio a luz a quien sería personaje de renombre en el Madrid decimonónico. Narra la citada historia, siempre jugando a las damas con la leyenda, que la madre, pensando que la criatura había nacido muerta, la abandonó en el prado; las malas lenguas afirmaban que la había dejado allí para que muriera, pues la señora Quiroga, y esto es cierto, nunca mostraría un denodado aprecio hacia su hija; no obstante, y aunque dicho suceso, casi con claridad apócrifo, fuera cierto, dudo que la madre llegara hasta ese punto de retorcimiento tras haberla llevado en su vientre durante nueve meses. Demasiados adornos, unos hermosos, otros siniestros, en torno a la vida de nuestra protagonista.

Al parecer, poco después de quedar “abandonada” en la finca de la Venta del Pinar, apareció allí por casualidad –o más bien por capricho de la Divina Providencia–, a caballo –mientras huía de los franceses–, el progenitor, que según las crónicas piadosas escuchó una voz, por tres veces, que le llamaba “padre” –algo sorprendente teniendo en cuenta que provenía de un bebé recién nacido–, y el señor Quiroga, sospechando que se trataba de su propia hija, se la llevó con ella a casa, para sorpresa de su mujer.

Don Diego Quiroga y Valcárcel, natural de Lugo, era un alto empleado de la administración de las rentas de la Casa Real, lo que explica la huida de los franceses. Anécdotas devocionales aparte, la niña fue bautizada en la iglesia parroquial de Santo Domingo de Silos, en Valdeganga (Albacete), el 5 de mayo de 1811, con los nombres de María Josefa de los Dolores, Anastasia y Cacopardo.

El crédito de la familia Quiroga en la corte venía de antiguo. El abuelo paterno, Fernando Quiroga y Bussón, era personaje de renombre en palacio e íntimo del rey Carlos IV; el soberano recompensaría su fidelidad nombrando a su hijo Diego para un cargo en la Hacienda Real en Madrid.

La infancia de Sor Patrocinio no sería fácil. Tenía otros cuatro hermanos pero al parecer era el ojito derecho del padre, que le prestaba todo tipo de atenciones, algo que no gustaba a la madre ni a su hermana, Ramona, que solían tratarla, como ya señalé al comienzo, con cierta hostilidad. En este marco, una historia, probablemente también apócrifa, afirma que la señora Quiroga intentó incluso envenenar a la pequeña con una tortilla o guiso de setas venenosas que acabaría por ingerir, por casualidad, el gato de la familia, por lo que Don Diego descubrió la retorcida trama.

Ya desde temprana edad Sor Patrocinio tenía por afición vestir muñequitas con hábito de monja, muñecas que su hermana Rafaela le robaba y tiraba a un pozo atadas por el cuello de una soga. A la pequeña no le angustiaban los padecimientos, parecía estar destinada a dedicar su vida a Dios. La mayoría de biografías –muchas de ellas muy subjetivas, casi todas piadosas y algunas incluso contradictorias– aluden a que ya desde su niñez el demonio la acechaba, lo que compensaba la devota muchacha con las visiones celestiales que supuestamente también experimentaba. Al parecer, a los dos años ya dialogaba con la Virgen María. Agraciada ella.

Don Diego, quizá sabedor del trato hostil de su esposa hacia la pequeña, decidió enviarla en 1813 con su abuela a San Clemente de la Mancha (Cuenca), mientras él se trasladaba a Cádiz a ponerse a disposición de la Regencia Española. Con Fernando VII de nuevo ciñendo la Corona, el padre de nuestra protagonista seguiría ocupando importantes cargos en la Administración.

C
on tan solo seis años, Dolores recibió la Primera Comunión; su nodriza la llevaba a menudo a la iglesia y pronto se vio su disposición a formar parte de la misma. El padre Casanova escribiría que “siendo aún muy niña se le apareció la Virgen Santísima a veces y le enseñó a escribir y hacer labores”. Sin duda la pequeña Dolores era una privilegiada, con ventaja “divina” sobre los demás niños de su edad. Sus supuestas visiones sacras y su devoción y amor al Santísimo serían una de las principales razones de que reyes como Isabel II o su esposo Francisco de Asís y Borbón la tuvieran por santa y también por consejera. Pero no adelantemos acontecimientos.
f.g.v.-

http://www.franciscanos.org/enciclopedia/sorpatrocinio.htm